“Lo
importante no es mantenerse vivo sino mantenerse humano.”
George
Orwell
Cuando pienso en “distopía”, no consigo más que
presentir jalones antinómicos que establecen una topografía perversa y
despiadada para un espectador sin demasiados asideros. Caos e incertidumbres, manipulación
y adoctrinamientos, desesperanzas y advertencias sobrevienen luego de un
desgarramiento existencial de quienes comulgan y blasfeman con la misma
naturalidad de quienes matan y bendicen. También presiento una fuga, una fuga
que se antoja opción de última instancia, que dibuja —o desdibuja— una realidad distante pero
asible, que nos implica, aunque no nos duela todavía; como un futuro, que más
que futuro, es un no-presente ligeramente demorado.
La distopía, como recurso escritural, deviene
escenarios fascinantes en los que la irrealidad, sin dejar de serlo, habilita
espacios para lo posible y la ficción menos probable se deja sesgar por
realismos inexplicables en contextos no establecidos. Lo confieso: las
distopías, las buenas distopías, me abducen —a pesar de mí
misma. Por una parte, generan en mí
una sensación de angustia irreparable que me hace dudar de casi todo y, por
otra, operan como imantaciones lujuriosas de un morbo incómodo pero sincero.
Como si la posibilidad de imaginar el futuro hubiera caído en la trampa de no
merecerlo o como si de tanto merecer el futuro nos hubiéramos extraviado en la
meta de conseguirlo.
La perturbadora capacidad de las ficciones
distópicas para alienar, subvertir, incluso enmascarar presagios devastadores
tras la etiqueta de lo remoto nos coloca, una y otra vez, ante la peligrosa
disyuntiva de creer o no creer, involucrarnos o distanciarnos, servir y acatar
o desobedecer y pecar. Esas polaridades tensas e irreductibles entre contenidos
hipertrofiados y continentes desbordados de vacíos colonizan universos en los
que la vida resulta un acto de necesaria crueldad, de imprescindible anulación,
de impostergable abandono de lo que hemos sido. No caben las alternativas; no
cabe la alteridad; todos somos oblicuos en un mundo que nos hace más oblicuos
todavía. ¿Acaso un nuevo ideal de perfección?
Pero siempre surge —o queda— un díscolo; alguien que no confunde lo habitual
con lo natural; alguien que prefiere pensar antes que balbucir en las neo-lenguas
de turno y, sobre todo, alguien que no teme conservar el halo frágil y esencial
de la condición humana. Esos epígonos de la memoria, esos rastros peligrosos de
un pasado que no termina de desvanecerse, esos hijos escapados de la voracidad
de su tiempo hacen de las distopías escenarios creíbles, posibles, tangibles; y
dejan la sensación de que ese futuro extraviado puede encontrar su punto de
retorno, ahí, exactamente ahí, donde nadie presintió el cisma. ¿Utopía?
Distopías de invierno es una
muestra que reúne obras cautas, sobrias y ajenas de entusiasmos virales. Son
obras cuyos resortes no se desnudan ante el primer flirt, son
escurridizas y, quizás, hasta difíciles de ver. No hay guiños de soberbia, como
tampoco licencias de seducción fácil. En ellas que no cabe la insinceridad de la
complacencia porque prefieren explorar la intimidad de los anónimos y silenciados.
No hay grandilocuencias; no hay espasmos ni sobresaltos. Hay enigmas,
insatisfacción, ensimismamientos, anhelos incomprendidos… también hay
experiencia vital, dolor, perdones sutiles por inmerecidos despojos, y poesía;
sobre todo poesía encendida y contenida a la vez, que pone a prueba nuestros
arsenales para comprender el mundo.
Por último, estoy convencida de que, en la mayoría de los casos, los
autores nunca procuraron las apocalípticas aceptaciones de una distopía
convencional y mucho menos edificaron sus discursos desde las prácticas
estéticas futuristas. Para casi todos ellos el presente es el tiempo de sus
obras, aun cuando, la inverosimilitud, la irrealidad, el desconcierto las
ubiquen en una coordenada que todavía no llega y que juega a movilizar en
nosotros la expectación por lo que será.
Teresa Isabel Bustillo Martínez
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