17/2/20

Distopías de invierno



      




Lo importante no es mantenerse vivo sino mantenerse humano.
George Orwell

Cuando pienso en “distopía”, no consigo más que presentir jalones antinómicos que establecen una topografía perversa y despiadada para un espectador sin demasiados asideros. Caos e incertidumbres, manipulación y adoctrinamientos, desesperanzas y advertencias sobrevienen luego de un desgarramiento existencial de quienes comulgan y blasfeman con la misma naturalidad de quienes matan y bendicen. También presiento una fuga, una fuga que se antoja opción de última instancia, que dibuja o desdibuja una realidad distante pero asible, que nos implica, aunque no nos duela todavía; como un futuro, que más que futuro, es un no-presente ligeramente demorado.
La distopía, como recurso escritural, deviene escenarios fascinantes en los que la irrealidad, sin dejar de serlo, habilita espacios para lo posible y la ficción menos probable se deja sesgar por realismos inexplicables en contextos no establecidos. Lo confieso: las distopías, las buenas distopías, me abducen —a pesar de mí misma. Por una parte, generan en mí una sensación de angustia irreparable que me hace dudar de casi todo y, por otra, operan como imantaciones lujuriosas de un morbo incómodo pero sincero. Como si la posibilidad de imaginar el futuro hubiera caído en la trampa de no merecerlo o como si de tanto merecer el futuro nos hubiéramos extraviado en la meta de conseguirlo.
La perturbadora capacidad de las ficciones distópicas para alienar, subvertir, incluso enmascarar presagios devastadores tras la etiqueta de lo remoto nos coloca, una y otra vez, ante la peligrosa disyuntiva de creer o no creer, involucrarnos o distanciarnos, servir y acatar o desobedecer y pecar. Esas polaridades tensas e irreductibles entre contenidos hipertrofiados y continentes desbordados de vacíos colonizan universos en los que la vida resulta un acto de necesaria crueldad, de imprescindible anulación, de impostergable abandono de lo que hemos sido. No caben las alternativas; no cabe la alteridad; todos somos oblicuos en un mundo que nos hace más oblicuos todavía. ¿Acaso un nuevo ideal de perfección?
Pero siempre surge —o queda— un díscolo; alguien que no confunde lo habitual con lo natural; alguien que prefiere pensar antes que balbucir en las neo-lenguas de turno y, sobre todo, alguien que no teme conservar el halo frágil y esencial de la condición humana. Esos epígonos de la memoria, esos rastros peligrosos de un pasado que no termina de desvanecerse, esos hijos escapados de la voracidad de su tiempo hacen de las distopías escenarios creíbles, posibles, tangibles; y dejan la sensación de que ese futuro extraviado puede encontrar su punto de retorno, ahí, exactamente ahí, donde nadie presintió el cisma. ¿Utopía?
                          
Distopías de invierno es una muestra que reúne obras cautas, sobrias y ajenas de entusiasmos virales. Son obras cuyos resortes no se desnudan ante el primer flirt, son escurridizas y, quizás, hasta difíciles de ver. No hay guiños de soberbia, como tampoco licencias de seducción fácil. En ellas que no cabe la insinceridad de la complacencia porque prefieren explorar la intimidad de los anónimos y silenciados. No hay grandilocuencias; no hay espasmos ni sobresaltos. Hay enigmas, insatisfacción, ensimismamientos, anhelos incomprendidos… también hay experiencia vital, dolor, perdones sutiles por inmerecidos despojos, y poesía; sobre todo poesía encendida y contenida a la vez, que pone a prueba nuestros arsenales para comprender el mundo.
Por último, estoy convencida de que, en la mayoría de los casos, los autores nunca procuraron las apocalípticas aceptaciones de una distopía convencional y mucho menos edificaron sus discursos desde las prácticas estéticas futuristas. Para casi todos ellos el presente es el tiempo de sus obras, aun cuando, la inverosimilitud, la irrealidad, el desconcierto las ubiquen en una coordenada que todavía no llega y que juega a movilizar en nosotros la expectación por lo que será. 

Teresa Isabel Bustillo Martínez